La noche era ideal, cálida y probablemente de viernes, en una época en que comíamos afuera con mucha frecuencia.
Recientemente, se habían puesto de moda los restaurantes que ofrecían platos con frutos del mar y como Palermo Viejo ya era un barrio bastante snob, no tardaron en brotar en el vecindario lugares de ese tipo con mesitas afuera. Ensaladas de mariscos y pescados, besugo a la vasca, calamaretis y rabas fritos, paellas, cazuelas humeantes, cóctel de langostinos, pulpo a la gallega, se ofrecían al amparo de veredas bastante anchas en calles secundarias.
Nosotras éramos un grupo de amigas que vivíamos en la zona. Mujeres jóvenes, de distintas profesiones, entusiastas, coquetas y ávidas de consumir lo que quedaba de energía al final del día, conversando y cenando en la compañía de amigos. Claro está, siempre y cuando no se presentara algo más excitante.
Esa noche leí el menú y decidí con ingenuidad pedir para la entrada algo que hacía muchísimo tiempo no veía en una carta: muzzarella al plato con aceite de oliva y pimienta negra. Además habré elegido algún plato principal para compartir y seguramente tomaríamos vino, probablemente blanco.
Al rato y ya con la conversación a temperatura media aterrizó frente a mí el platito esparciendo su fragancia a oliva. Entonces que aquella ráfaga me transportó cómo en una alfombra mágica inmediatamente hasta el reino del abuelo Miguel.
Allí estaban aquellos armarios que olían a madera mezclada con tabaco. El aroma del oporto cuya botella el abuelo extraía personalmente de una puertita de las de abajo y servía en copas pequeñas. El perfume de las nueces, las pasas, el azafrán, el chocolate. Estaban los manteles blancos que olían a almidón. Y hasta el tomate que se empapaba de aceite de oliva en la ensalada olía a verdadero tomate.
Encontré la mesa grande que dejaba apenas lugar para sentarse porque había reunión familiar. Entonces se desplegaba una intensa actividad desde temprano entre el living y la cocina . A la vez las conversaciones varias ya se encontraban o se cruzaban en el camino y algunas se iban iniciando entre los que se sentaban primero.
Después todo el encuentro era una mezcla de ruidos de cubiertos sobre platos, líquidos que se vertían y relatos de los comensales. El abuelo contaba sus picardías de juventud, papá los avatares de la vida durante la guerra, la abuela las miserias y las alegrías en el barco que navegaba hacia América. Las tareas en el campo, el oficio de la marmolería, el Buenos Aires de los años cuarenta y cincuenta. Sobre todo eso se escuchaba hablar. Mamá relataba sobre su época de soltera y los veranos en el Uruguay y así a su turno decían el tío, la tía, la abuela, el otro tío, y bien, quiero decir que aquello era una fiesta.
Todo eso sin avisar como se suelen presentar los recuerdos de la felicidad. Aromas de infancia que de allí en adelante supe se encuentran a buen resguardo en una olorosa lagunita verde de aceite de oliva que sobre el queso deje distinguir un leve perfume de pimienta negra.
Recientemente, se habían puesto de moda los restaurantes que ofrecían platos con frutos del mar y como Palermo Viejo ya era un barrio bastante snob, no tardaron en brotar en el vecindario lugares de ese tipo con mesitas afuera. Ensaladas de mariscos y pescados, besugo a la vasca, calamaretis y rabas fritos, paellas, cazuelas humeantes, cóctel de langostinos, pulpo a la gallega, se ofrecían al amparo de veredas bastante anchas en calles secundarias.
Nosotras éramos un grupo de amigas que vivíamos en la zona. Mujeres jóvenes, de distintas profesiones, entusiastas, coquetas y ávidas de consumir lo que quedaba de energía al final del día, conversando y cenando en la compañía de amigos. Claro está, siempre y cuando no se presentara algo más excitante.
Esa noche leí el menú y decidí con ingenuidad pedir para la entrada algo que hacía muchísimo tiempo no veía en una carta: muzzarella al plato con aceite de oliva y pimienta negra. Además habré elegido algún plato principal para compartir y seguramente tomaríamos vino, probablemente blanco.
Al rato y ya con la conversación a temperatura media aterrizó frente a mí el platito esparciendo su fragancia a oliva. Entonces que aquella ráfaga me transportó cómo en una alfombra mágica inmediatamente hasta el reino del abuelo Miguel.
Allí estaban aquellos armarios que olían a madera mezclada con tabaco. El aroma del oporto cuya botella el abuelo extraía personalmente de una puertita de las de abajo y servía en copas pequeñas. El perfume de las nueces, las pasas, el azafrán, el chocolate. Estaban los manteles blancos que olían a almidón. Y hasta el tomate que se empapaba de aceite de oliva en la ensalada olía a verdadero tomate.
Encontré la mesa grande que dejaba apenas lugar para sentarse porque había reunión familiar. Entonces se desplegaba una intensa actividad desde temprano entre el living y la cocina . A la vez las conversaciones varias ya se encontraban o se cruzaban en el camino y algunas se iban iniciando entre los que se sentaban primero.
Después todo el encuentro era una mezcla de ruidos de cubiertos sobre platos, líquidos que se vertían y relatos de los comensales. El abuelo contaba sus picardías de juventud, papá los avatares de la vida durante la guerra, la abuela las miserias y las alegrías en el barco que navegaba hacia América. Las tareas en el campo, el oficio de la marmolería, el Buenos Aires de los años cuarenta y cincuenta. Sobre todo eso se escuchaba hablar. Mamá relataba sobre su época de soltera y los veranos en el Uruguay y así a su turno decían el tío, la tía, la abuela, el otro tío, y bien, quiero decir que aquello era una fiesta.
Todo eso sin avisar como se suelen presentar los recuerdos de la felicidad. Aromas de infancia que de allí en adelante supe se encuentran a buen resguardo en una olorosa lagunita verde de aceite de oliva que sobre el queso deje distinguir un leve perfume de pimienta negra.
SOFIA FALINI
(segunda tejedora...)